Cuando las aulas de las escuelas cerraron, el universo educativo quedó perplejo. Estudiantes, padres de familia y docentes se vieron ante un nuevo desafío. Primero fue la cuarentena rígida que se extendió y extendió, luego vino la clausura del año escolar y posteriormente la educación a distancia. La enseñanza salió de su zona de confort y tuvo que buscar resquicios en la creatividad y la vocación.
La situación desnudó con crueldad la desigualdad. Mientras que hubo colegios y grupos educativos que interrumpieron muy poco el proceso formativo, hubo otros que quedaron prácticamente desarmados y con bajas posibilidades de avanzar.
“Si bien el año escolar se clausuró, me daba mucha pena dejar a mis estudiantes sin clases. Primero empecé a mandarles videos y tareas por WhatsApp a los padres. Luego aprendí a usar el Zoom y empecé a dar clases por ahí. Mi intención era mantener el horario en el que íbamos a las aulas, pero se hizo imposible. La mayoría de mis niños no tenían computadoras ni celulares, así que tuve que adaptar mis clases a las seis de la tarde cuando los padres volvían de trabajar y les prestaban”, relata la profesora Elvira Valencia, de la unidad educativa 18 de Noviembre.
A la complicada situación de la brecha tecnológica y económica, se sumaron los contagios y bajas por la Covid-19. Según el reporte del Ministerio de Educación, 3.654 trabajadores, entre maestras, maestros y administrativos, resultaron afectados por coronavirus hasta el mes de mayo. La mayor cantidad de positivos se registró en los departamentos de Santa Cruz y La Paz. Esta situación provocó que se adelanten las vacaciones de invierno, con el fin de acelerar la vacunación en el sector.
“A mí me dio coronavirus, pero no dejé nunca de dar clases. Yo enseño a los de tercero básico, pero los tengo desde que están en primero. El año pasado fue muy difícil y les afectó mucho la clausura del año escolar. Así que este año sí o sí había que reforzar. No podía enfermarme. Sólo dos veces no di la clase virtual porque tuve que ir a hacerme análisis”, cuenta Lily Coca, maestra en la comunidad de Limoncito, cerca a El Torno, en el departamento de Santa Cruz.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), Bolivia tiene cerca de 180 mil maestros distribuidos entre el sector público y privado. Se trata de un grupo de hombres y mujeres que buscan forjar el horizonte de sus educandos y sostienen el sistema educativo a prueba de pandemia, distancia y precariedad.
Neyza, la profe que surcó el Madre de Dios
El anuncio de dos semanas de cuarentena rígida llegó a la comunidad Santa Ana, del municipio de San Pedro, en Pando, cuando la profesora Neyza Yujra enseñaba a sus estudiantes las propiedades de la hoja de motacú usada para poner techo a las casas de la zona. Pese al anuncio, la maestra no interrumpió sus clases.
“La hoja de motacú, ¿es impermeable?, ¿es durable?, ¿es inflamable?, ¿es flexible?”, preguntaba la maestra buscando la reflexión de 16 estudiantes de diferentes edades. Aún después de la clausura del año, Neyza siguió guiando a sus alumnos atrayéndolos al campo del análisis. “¿Para qué sirve el bejuco?, ¿qué propiedades físicas tiene?”, cuestionaba mientras construía junto a ellos una cabaña.
Neyza Yujra tiene 31 años y es una educadora modular paceña que llegó a la Amazonia boliviana en 2018. Tiene dos profesiones, además de docente es ingeniera industrial. Sus ojos han visto una Bolivia profunda, donde no hay luz eléctrica, alcantarillado ni automóviles. Para llegar a la escuela donde ella dio clases hay dos días de camino y mucha aventura.
“La comunidad está en Pando, pero se entra desde la frontera con Beni. Hay que atravesar el río Madre de Dios, son dos horas en embarcación. Luego hay un trayecto en moto y otro tanto caminando. Se pernocta a mitad del camino en la comunidad Fortaleza. Se sale a las 10 de la mañana desde Riberalta y se llega al día siguiente a las cinco o seis de la tarde a la comunidad Santa Ana. Allí está la escuela que acoge a estudiantes de tres comunidades”, relata la maestra.
Cuando se declaró la cuarentena, Neyza decidió seguir pasando clases, pues no era fácil llegar a la escuela donde estaba. “Esas dos semanas era mejor aprovecharlas para avanzar con los estudiantes”, reflexionó en ese momento la profesora, sin contar con que la medida se extendería.
“Al final se clausuró el año escolar y yo no podía salir de la comunidad porque Beni cerró sus fronteras. Me quedé en Santa Ana, donde me acogieron como si fuera parte de su familia. Yo soy una profesora modular, lo que quiere decir que voy de comunidad en comunidad dando clases por bimestre. Cuando terminan los dos meses, salgo a la ciudad a entregar informes y a abastecerme de víveres antes de ir a un nuevo destino. Cargo siempre con enlatados en mi mochila, mi botiquín, mi microscopio y mi balanza”, relata.
Después de la clausura de la gestión escolar, Neyza no quiso irse dejando a sus estudiantes desamparados. Como no había posibilidad de imprimir cartillas o grabar las clases, dejó instrucciones y ejercicios escritos a mano, en hojas que tuvo que ir a repartir a dos comunidades en un trayecto repartido entre la moto y la caminata.
“Nunca me imaginé estar donde estuve. Mis padres son profesores y he heredado la vocación de enseñar. Tengo un hijo de siete años que es mi fortaleza, pero veo a mis estudiantes también como si fuesen mis hijos. Me siento tan orgullosa de ver que algunos salen de la comunidad y se van a la universidad”, cuenta.
Cuando la joven maestra arribó por primera vez a Santa Ana, no pudo contener el llanto. Le explicaron que no había grifos ni baños. “Hay letrinas y se saca agua del curichi, que es la vertiente del río Orton”, le dijeron. Ella no podía creer a dónde había llegado.
Muy pronto, toda esa precariedad se volvió para ella un reto de creatividad. “Armé mi laboratorio de química en medio del monte. No hay tubos de ensayo así que usé vasos de vidrio de los envasados que se adquieren en la ciudad, y como no hay pipetas, usamos jeringas del botiquín. Con eso empezamos a hacer experimentos de densidad, incluso llegamos a medir la acidez del agua de noria para ver qué tan potable era”, relata la educadora, quien no escatima esfuerzos para ejercer la vocación que hace latir su corazón.
Lily, la maestra que no dio paso a la Covid-19
Quince minutos en trufi es la distancia que hay entre la casa y la escuela de la profe Lily Coca. Ella vive en El Torno y se desplaza dos veces a la semana a la comunidad de Limoncito para recoger tareas y ayudar a los niños que no han podido seguir la clase por Zoom.
“Yo me voy bien protegida al colegio para atender a los papás que me explican que no han podido ayudar a sus hijos. También veo allí a mis niños que no han podido conectarse por el factor económico, porque no tienen dispositivos o megas”, relata la maestra de 60 años, quien suma a sus logros haber aprendido a usar plataformas digitales y superar la Covid-19.
“Al inicio de las clases de esta gestión me dio coronavirus. No tuve síntomas tan graves pero sí algunos días estuve mal. Pese a eso, no suspendí nunca las clases virtuales porque los niños necesitan estudiar. No podía parar, ellos me necesitaban”, asegura.
Lily es una profe que resume su motivación en una oración. “No hay nada que me haga más feliz que enseñar”.
Manolo el “superprofe” que heredó la vocación
Jorge Manolo Villarroel se hizo popular en internet luego de que se divulgaron sus fotos dando clases vestido de Spiderman, Batman y Deadpool. Es un “superprofe” que ha ingeniado maneras de atraer a sus estudiantes a sus clases virtuales de artes plásticas.
“Yo siempre quise ser superhéroe y lo he logrado, estuve dos meses en terapia intensiva a causa del coronavirus, así que tuve que volverme un superhéroe en la vida real”, sentencia con una sonrisa, vestido de Batman, en entrevista con Página Siete. Cuenta que pese a las secuelas ha retomado sus clases. “Sólo respiro con el pulmón derecho. Me duele la espalda. Camino muy poco pero ya volví con mis estudiantes.”
El profe también es médico con especialidad en traumatología, en paralelo a su vocación docente. Jorge heredó el amor hacia la enseñanza de su madre, una profesora que sigue dando clases y pese a ser de “la vieja escuela” ha sobrellevado el reto de la circunstancias.
“Mi mamá es también profe de artes plásticas y ha sido todo un desafío ayudarla a adaptarse. Ella es de cuadernos, de pizarra… yo le ayudo a conectarse y veo cuánto le cuesta, pero con interés todo se puede”, manifiesta el creativo docente que ha incursionado en TikTok para seguir estrechando el vínculo con sus alumnos.
Elvira, la docente que desafía el abandono estatal
“Esa cabecinga da para una ingeniería”, decían los profesores que alentaban a la joven Elvira Valencia a inclinarse por una profesión económicamente más rentable. Ella, en su interior, suspiraba pensando que lo que realmente deseaba era enseñar.
“Yo estudiaba ingeniería porque incluso mi familia no quería que sea maestra. Pero eso no me llenaba. Empecé en la Normal a escondidas”, relata la docente que lleva casi 30 años educando a alumnos de primaria.
“Me da mucha pena lo que ha significado la pandemia para la educación. Muchos niños han quedado privados de poder formarse. Yo llevé varias veces tarjetas de recarga de crédito a mamás para que puedan conectarse al Zoom. Tuve también un niño cuya mamá no tenía celular, pero yo no sabía. Fui a su casa a preguntar por qué no se conectaba y cuando me enteré, le di clases presenciales una semana en mi casa porque había cerrado la escuela”, relata.
Elvira es una profesora comprometida con lo que hace. “No me interesa que pasen de curso, yo lo que quiero es que verdaderamente aprendan”, sentencia la profe que con su vocación interpela a un Estado que dejó a su suerte a cientos de niños.
FUENTE: Página Siete
https://www.paginasiete.bo/sociedad/2021/6/6/profes-prueba-de-pandemia-distancia-precariedad-297253.html
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