Cada día cientos de jóvenes se visten de cebras para regular el tráfico en La Paz, ciudad de Bolivia, y encarnar la nueva imagen de una ciudad que vive su particular revolución de los abrazos
Ser cebra cansa, ser cebra aturde, ser una cebra te deja la boca reseca y el corazón agitado. Omar lo sabe bien. Él es uno de los trescientos jóvenes que cada día se disfrazan de ellas para regular el caótico tráfico de La Paz (ciudad de Bolivia), una ciudad inmersa en un proceso de renovación de imagen basado en la educación y el civismo.
Camiones y furgonetas pasan zumbando a su lado mientras controla de reojo el semáforo que empieza la cuenta atrás. Después, una última cabriola y corre a refugiarse en la mediana. Se salva por una pezuña mientras un taxista le dedica una peineta antes de perderse al galope en el tráfico de la ciudad. Ese tráfico que en La Paz tiene atmósfera y olor a selva. Entre el follaje de los tubos de escape se filtran grandes mastodontes rodantes, los atascos tienen la densidad de migraciones del Serengeti y el peligro asalta a los peatones en cada esquina. La zona cero de la espesura se sitúa en la calle Pérez Velasco donde hay vendedores ambulantes, lustrabotas, cambistas, brujos que te adivinan tu futuro en el vuelo de unas hojas de coca… Un particular ecosistema en el que desde hace un tiempo son las cebras son las que mandan o, al menos, lo intentan. El semáforo vuelve a ponerse en rojo y Omar salta de nuevo a la carretera para repartir recomendaciones. Finaliza la pantomima retorciéndose en el asfalto. La tela apenas le deja respirar y entretanto brinco está a punto de perder el hocico y las orejas. Ser cebra cansa.
El Proyecto cebra llegó a La Paz hace quince años. La idea era aportar un poco de civismo a una ciudad donde cruzar la calle suponía una odisea. Ya que todo el mundo ignoraba sistemáticamente los pasos de cebra, tal vez resultaría más difícil hacerlo si se ponía una auténtica cebra en ellos. El primer equino salió a la calle en noviembre de 2001, tenía cuatro patas y dos estudiantes de teatro en las entrañas. Poco después llegó mamá cebra.
Las cebras fueron declaradas Patrimonio Inmaterial de la ciudad y hoy su imagen llena murales, dípticos y vídeos promocionales
La actriz Kathia Salazar fue la encargada de desarrollar el proyecto y enseñar a los participantes lenguaje artístico, teatro, expresión y baile. Al poco tiempo se convirtió en el alma de un programa que fue recibido con escepticismo por las autoridades, pero que sobrevivió y sorprendentemente empezó a crecer. En 2014, las cebras fueron declaradas Patrimonio Inmaterial de la ciudad y hoy su imagen llena murales, dípticos y vídeos promocionales. La figura política de Salazar bautizada como mamá cebra ha crecido al mismo ritmo, es concejala del ayuntamiento por Soberanía y Libertad que, al mando del alcalde Luis Revilla, le ha arrebatado el poder en la capital por dos veces consecutivas al todopoderoso MAS de Evo Morales.
“Lo más interesante es que los propios chicos han logrado una mirada propia, que les hace saber que la agresividad y los gritos tan habituales en La Paz para solucionar los problemas no funcionan. Al principio, hubo cebras atropelladas o agredidas, pero poco a poco las cosas cambiaron y hoy son los propios peatones quienes las defienden” dice Salazar.
Omar, como muchos otros, se convierte en cebra antes de ir a la facultad, al encontrarse con sus compañeros se saludan entre risas y abren sus taquillas, segundos después el mundo se ha llenado de rayas blancas y negras. El traje recuerda a un pijama, ligero, elástico, diseñado para saltar y correr. No todos son estudiantes, también hay jóvenes con una ligera discapacidad intelectual, lustrabotas y chicas de la calle. Como Chio, una de las responsables que lleva una década como cebra y muchos años más viviendo a la intemperie, y que empezó en el programa sin convencimiento. «Siempre fui una rebelde», apunta. Hoy estudia y quiere ser actriz, duerme bajo techo y ha hecho amigos. Reconoce que ser “cebrita” le ha cambiado la vida. Y eso que no es un proceso fácil, hay que seguir cursos de expresión corporal, de seguridad vial, de mimo, pruebas físicas, talleres de empatía… “Queremos que sea un vehículo de integración para los jóvenes. En La Paz muchos de estos chicos no tendrían ni una oportunidad. Con el traje eso no importa, todos somos iguales, no hacemos preguntas y llevamos las mismas rayas”, sostiene Salazar.
La revolución cebra o cómo cambiar el corazón del paceño
Hoy la experiencia se ha extendido a ciudades como Tarija, Sucre o El Alto. Daniela Jinés, directora del departamento de Cultura Ciudadana, es la coordinadora del programa e ideóloga de uno de los planes más ambiciosos destinados a cambiar el corazón de la ciudad. «El paceño tiene fuerza, o ñeq´e como lo llamamos aquí. Es duro, se cae y se vuelve a levantar. Pero, al mismo tiempo, la gente aquí tiene fama de triste, seca y poco expresiva». A partir de la experiencia con las cebras queremos cambiar esa mentalidad, construir una nueva ciudad a base de una actitud positiva.
No todo el mundo parece compartir este espíritu revolucionario, varios conductores responden a las amables indicaciones para que respeten el semáforo con miradas torvas y unas señoras acaban de reaccionar a un “buenos días” jovial espantadas ante un equino parlante. Omar y los otros no se inmutan por la hostilidad creciente. «Que tenga un buen día señor. Conduzca usted con cuidado. Por favor, no se olvide usted del cinturón», repiten con voz cantarina. No todos parecen tener ganas de atropellarlos y pronto su insistencia recoge frutos.
A Chio, ser “cebrita” le ha cambiado la vida
El pasado año nació el Club Cebra con el lema Cero quejas, full acción. Jinés dice que el club recibe a voluntarios de diversas instituciones y empresas de la ciudad. Visitan a personas mayores en los asilos, acuden disfrazados de cebra a los colegios para enseñar ética ciudadana, recogen comida para la gente que lo necesita… “Aquí el voluntariado acaba de llegar, afortunadamente, poco a poco va calando”. Para Jinés, una vez conquistado el corazón del paceño, toca conquistar sus manos y hacer que se implique en la vida colaborativa de su ciudad.
Los chicos consiguen que otro conductor se abroche el cinturón y lo celebran haciendo volteretas en la carretera. “Para nosotros esto ya no es un disfraz, se ha convertido en parte de nuestra piel Ser cebra es una responsabilidad y una manera de estar en el mundo”, confiesa Omar.
Es hora de volver, pero las normas son las normas y ninguna cebra puede quitarse el traje en público hasta llegar a sus taquillas, es importante preservar la identidad de los superhéroes ajedrezados de la ciudad. Los grupos se dispersan y galopan en formación por la Avenida del Prado, concentrados como futbolistas al salir al campo entre los aplausos de los transeúntes. Marchan con el hocico bien arriba y parecen orgullosos de su ciudad, esa nueva La Paz que viene y lleva pijama a rayas.
Fuente: El País
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